Manuel Zelada
Cuando ingresé al Conservatorio Nacional de Música pude confirmar dos cosas; que, para el oyente común, la música clásica estaba dejando de ser música para convertirse en una suerte de reliquia auditiva valorada más en función de sus supuestas atribuciones culturales que en su propia calidad musical; y estaba dejando de ser clásica en todas las acepciones del término: ya no era modelo a seguir por los compositores y cantautores contemporáneos, había dejado —como expresión artística— el carácter de principal para mantenerse en un nivel bastante indefinible, y sus niveles de audiencia habían decaído lo suficiente como para cuestionar su calidad de clásica en tanto duradera y universal, y empezar a pensarla más bien como tradicional.
Por otro lado, para aquellos que se hallaban sumergidos en el mundo de la música clásica, ésta había dejado de ser música en su sentido tradicional desde que compositores como Ligeti, Messiaen y Stockhausen, entre otros, empezaron a prescindir de los instrumentos tradicionales así como de las nociones de melodía, armonía, ritmo y timbre. Cabe decir, al respecto del calificativo de clásica, que siempre había sido tomado con pinzas y, en una buena mayoría de casos, para referir al período clasicista propiamente dicho. Si se le preguntase a un compositor contemporáneo del tipo de Glass o Dusapin lo más probable es que afirmaran componer música simplemente, más allá de preocuparse por darle algún calificativo.
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