Cuesta aceptarlo, pero es la verdad. En estos últimos años el planeta jamás se ha detenido aun cuando millones de ideales (entre sueños ya convertidos en fe y vanas y simples esperanzas) se hayan venido desmoronando ininterrumpidamente, pesadamente, como si hasta el fondo de un pozo universal cayeran, como si de una lluvia de meteoritos espirituales se tratara.
Dormimos, soñamos y despertamos, día tras día, rodeados por los signos del desencanto y el desconcierto. Signos ineludibles que nos persiguen sin cesar, susurrándonos, apenas nos hallan a solas, cada uno de sus sucios designios. Nos persiguen hasta hacernos pensar que resisten impregnados en nuestra piel. Indelebles, se hospedan entre los intersticios secretos de la ciudad furiosa, e inclusive, entre los pliegues más sagrados del cuerpo amado.
Ahora, de lo único que podemos estar seguros los hombres es que cargamos con la vida, como si a ella todos hubiéramos llegado ya con el corazón completamente hecho pedazos. Probablemente, el sentido de la vida esté en hallar el modo de reunir todos aquellos fragmentos una y otra vez.
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