A menudo los estudiosos de la cultura tienden a ser políticamente radicales, cuando no fácilmente disciplinados. Debido a que temas como la literatura y la historia del arte no tienen ninguna compensación material obvia, suelen atraer a aquellos que miran con recelo los conceptos capitalistas de utilidad. La idea de hacer algo por el puro gusto de hacerlo siempre ha puesto nervisos a los guardianes de barba gris del Estado. La pura falta de sentido es un asunto profundamente subversivo.
En cualquier caso, el arte y la literatura engloban una enorme cantidad de ideas y experiencias que son difíciles de reconciliar con el escenario político actual. También plantean problemas de calidad de vida en un mundo en que la propia experiencia parece frágil y degradada. ¿Cómo se puede crear arte digno en semejantes condiciones? ¿No sería necesario transformar la sociedad para prosperar como artista? Además, aquellos que se decican al arte hablan el lenguaje del valor más que el del precio. Se dedican a obras cuya profundidad e intensidad ponen de manifiesto la exigüidad de la vida cotidiana en una sociedad obsesionada por el mercado. También están entrenados para imaginar alternativas a lo real. El arte favorece que uno fantasee y desee. Por todas estas razones es fácil entender por qué son los estudiantes de arte o filología antes que los ingenieros quienes suelen levantar barricadas.
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