sábado, 21 de agosto de 2010

Las torres o breve ensayo sobre lo mínimo (II)


II


¿Quién conoce a Enrique Bustamante y Ballivián? Son muy pocos quienes pueden dar fe del autor de los Antipoemas, un simpático libro que amerita, por lo menos, un par de ensayos hermenéuticos y de valoración apropiada. Es cierto que Bustamante y Ballivián no es un “gran” poeta, no es un Vallejo o un Eguren —fundadores de algunas de las tradiciones poéticas más vitales y sustantivas en la América Latina de nuestro tiempo—. Su oficio no sólo fue el poético, se dedicó también a la labor editorial. Le debemos a esta faceta suya la primera edición de Abolición de la muerte (uno de los dos libros fundamentales de Emilio Adolfo Westphalen) y el primer estudio sobre la poesía Alejandro Peralta, el vate puneño todavía no valorado de manera profunda. Estos libros imprescindibles forman parte de su legado. Su trabajo consistió en estar ahí, en el momento preciso, en ofrecer y ofrecerse humildemente como editor, incluso sin saberlo y, tal vez, sin presentirlo.
El arte —como cualquier actividad humana— está hecho de vicios, de fracasos, de enemistades, de afectos y de todo aquello que forma parte de la intrascendencia de la obra. Los grandes monumentos, aquellos libros (y ahora hablo como lector de poesía) fundamentales, se perciben a lo lejos; forman una primera verdad: aquella que cuenta el difícil arte de la creación; la confrontación con la palabra ausente y eficaz, con el verso gratuito pero hermoso. Desde nuestro lugar en el mundo asistimos al testimonio fatal de la creación poética. No nos corresponde la quietud. La apreciación de esas obras es, debe ser, solo un indicio —sin duda fundamental— en nuestra búsqueda. La poesía es también reciprocidad y amor. En las pequeñas dimensiones, en la obra menor pero cierta, hay también poesía. Si las grandes obras son torres percibidas a lo lejos, no basta con contemplarlas. Hay que acercarse. Palpar la tierra seca donde se erige, ese polvo deleznable e insoportablemente real que lo cubre todo. Su ruinosa geografía es el testimonio, la voz incolora que se afirma: los pedazos de un mundo ansiosos de resurrección. La minucia, el accidente, lo accesorio forman parte también de ese gran arte. ¿Cómo ponderar el verdadero valor de la obra artística sin reconocer que cualquier creación del hombre es el producto irreprochable de una circunstancia absurda, caótica, abusiva, irreal? Sí, la realidad es irreal. Lo ha sido siempre, lo seguirá siendo. Su consistencia es temporal y azarosa. Cada día surgen nuevas combinaciones y posibilidades, mezcladas con nuestros deseos y esperanzas: ¿por qué no estamos muertos?, ¿por qué sigue en pie mi casa?, ¿por qué una palabra cede ante la presencia de otra? Lo casual se confunde con la causa: de ese fugaz equilibrio surge incandescente la obra de arte. ¿Cuántas veces hemos descubierto en nuestra boca una palabra desconocida? ¿A quién debemos agradecérsela? En un mundo donde la divinidad ha sido relegada, somos todos, y cada uno de nosotros, el cuerpo vivo del mundo. Esa es la primera materia del arte, la pulsación que define su existencia: la voz del amigo muerto, el odio más desesperado, el latido furioso de un corazón en llamas, la esplendida llaga a la mitad del rostro. De ahí surge y —solo porque el hombre es un animal en constante sufrimiento, solo porque es un animal que todavía se sorprende— ahí regresa.

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