Por: Lisandro Gómez
Todo artista combate durante su vida con (y por) la (su) forma. Su obra se centra en la manera cómo la trabaja, cómo ha superado sus limitaciones y ha sido capaz de impregnarle su marca personal. Ese trabajo es el que finalmente dictaminará su valor como artista y su perduración en el tiempo. En el momento en que empieza a dominarla, en el que, finalmente, se ha apropiado de ella y posee un estilo propio surgen las preguntas. Sus recursos le proporcionarán logros estéticos y aciertos en su búsqueda artística. Le servirán como los soportes expresivos en los que su mundo encontrará manifestación. Después de ese momento de pleno auge empieza el desconcierto: es ese momento en el que se genera la diferencia entre el artista genial y el buen artista. Mientras el segundo evade las preguntas, el primero las asume de manera peligrosa. Sabe que esos cuestionamientos ponen en riesgo su obra; que lo obligan a asumir su camino como siempre inacabado. El segundo, sin desmerecer su esfuerzo y su trabajo, convertirá sus descubrimientos en fórmulas. Con el tiempo, estas formulas que alguna vez resultaron sorprendentes y admirables se volverán predecibles, se anquilosarán. El artista genial tal vez no consiga superar esa crisis. Tal vez, no tenga otra opción más que aceptar el silencio. Su grandeza consiste precisamente en eso: su comprensión de la forma y del arte lo llevan a una búsqueda que quizás nunca encuentre manifestación visible. Quizás, su obra se encuentre en los oscuros pasadizos de su mente, o en el celeste laberinto de sus vísceras, entre su corazón y sus pulmones. No lo sabemos. Nunca lo sabremos.
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